martes, 4 de diciembre de 2012

EL INTERPRETE

Ahora me paseo por la orilla del mar, sobre una arena más lisa y más amarilla que el fuego. Cuando me paro y miro para atrás veo la guarda entrecruzada de mis pasos que atraviesa intrincadamente la playa y viene a terminar justo bajo mis pies. El borde blanco, intermitente, de espuma blanca, separa la extensión amarilla de la playa celeste del mar. Si miro el horizonte, me parece que empezaré a ver, otra vez, los barcos carniceros avanzando desde el mar hacia la costa, puntos negros primeros, filigranas llenas de coladuras más tarde, y, por último cascos panzones sosteniendo las velas y una selva de palos y de cables deslizádose rígida hacia adelante y mostrando de un modo gradual la fiebre de una mochedumbre de hombres activos. Cuando los vi, cerré los ojos porque sus pechos de piedra cintilaban, y el rumor del metal y de las voces ásperas me dejó sordo por un momento. Me avergoncé de nuestras cuidades toscas y humildes y comprendí que no eran nada ni el oro ni las esmeraldas de Ataliba (que ellos pulverizaban a martillazos buscando la pepita, como se hace con una nuez), ni los grandes corredores pavimentados y amurallados de plata, ni nuestros calendarios de piedra, inmensos, ni la guarda imperial que reaparece, una y otra vez, en las fachadas, en la vestimenta de la corte y en los cacharros.

Vi fluir desde el mar un chorro desplegado de gloria y abundancia.

Los carniceros tocaron con una cruz la frente del niño que yo era, me dieron un nombre nuevo, Felipillo, y después, lentamente, me enseñaron su lengua.La vislumbré, gradual, y hacia mí, Felipillo, las palabras avanzaron desde un horizonte en el que estaban todas empastadas, encimadas unas sobre las otras para ser, otra vez, como los barcos, puntos negros, filigranas de hierro negro, y por fin una selva de cruces, signos, palos y cables desagregándose de grumo hirviente como hormigas despavoridas de un hormiguero.

Entonces dejé de ser la criatura desnuda en cuyos ojos destelló el metal de las armaduras y en cuyos oídos resonó por primera vez el estruendo de las velas, y empecé a ser el Filipillo, el hombre dotado de una lengua doble, como la de las víboras. De mi boca sale ya la bendición, ya el veneno, ya la palabra antigua con que mi madre me llamaba al atardecer, entre las fogatas y el humo y el olor a comida que flotaba en las calles rojiazas, ya esos sonidos que repercuten en mí como en un pozo seco y sin fondo.Entre las palabras que la voz le arranca a la sangre y las palabras aprendidas que la boca come ávida de la mesa de los otros, mi vida se balancea sin parar y traza una parábola que a veces borra la línea de demarcación. Me siento como atravesando una región en la hay hay zonas duirnas y nocturnas, alternadamente, como el gallo que canta a deshora, como el bufón que improvisaba para Ataliba, entre la risa de la corte, una canción que no estaba hecha de palabras sino únicamente de ruido.

Cuando los carniceros juzgaron a Ataliba, yo fui el intérprete. Las palabras pasaban por mí como pasa la voz del Dios por el sacerdote antes de llegar al pueblo. Yo fui la línea de blancura, inestable, agitada, que separó los dos éjercitos formidables, como la franja de espuma separa la arena amarilla del mar; y mi cuerpo el telar afiebrado donde se tejió el destino de una mochedumbre con la aguja doble de mi lengua.Las palabras salían como flechas y se clavaban en mí resonando. ¿ Entendí lo mismo que me dijeron ? ¿ Devolví lo mismo que recibí ?Cuando mis ojos, durante el juicio, se clavaban en las tetas azules de la mujer de Ataliba, tetas a las que la ausencia de la mano de Ataliba permitiría, tal vez, la visita de mis dedos ávidos, ¿la turbación desfiguraba el sentido de las palabras que resonaban en el recinto inmóvil ? De una cosa estoy seguro: de que mi lengua fue como la bandeja doble sobre cuyos platos elásticos se asentaban cómodamente la mentira y la conspiración. Sentí el estruendo de los dos éjercitos, como dos mares que se juntan,el mar de la sangre y el agua negra del mar extranjero y ahora, en el atardecer, camino por la playa, un hombre viejo encorvado bajo la bóveda de voces enemigas que se extiende interminable sobre mis ruinas comidas por la selva.

No morí con los que murieron cuando proferí la sentencia, como un chorro de agua que se sorbe, se gargariza y después se escupe, pero tampoco vivo la vida feroz de los carniceros cuyas voces el viento me trae de noche, cuando me acuesto en la selva.

Cuando los carniceros empezaron a construir su cuidad, hicieron una pared gruesa de adobe y la pintaron de blanco . Pero una parte se desmoronó y la abandonaron. Quedó esa pared blanca en medio de un campo pelado, y a mediodía destella la luz sobre la superficie blanca que la intemperie ha mellado. A veces me siento en el suelo y la miro, durante horas. Pienso que la lengua carnicera es para mí como esa pared, compacta, inútil y sin significado y que me enceguece cuando la luz rebota contra su cara estragada y árida. Una pared para arañar hasta que sangren los dedos o para chocar contra ella, sin una casa atrás a la que entrar para que nos defienda su sombra. No soy más que un indio viejo que vaga por la selva en silencio, entre las ruinas, y ya no suena para mí, al atardecer, la voz de mi madre llamándome al hogar por entre las fogatas y el humo y el olor a comida que flotaba en las calles de una cuidad rojiza escalonada hacia el cielo.
 
Juan José Saer

viernes, 22 de junio de 2012

Como tú
 
Yo como tú
amo el amor,
la vida,
el dulce encanto de las cosas
el paisaje celeste de los días de enero.

También mi sangre bulle
y río por los ojos
que han conocido el brote de las lágrimas.
Creo que el mundo es bello,
que la poesía es como el pan,
de todos.

Y que mis venas no terminan en mí,
sino en la sangre unánime
de los que luchan por la vida,
el amor,
las cosas,
el paisaje y el pan,
la poesía de todos.

Roque Dalton

lunes, 23 de abril de 2012

  El balcón

Había una ciudad que a mí me gustaba visitar en verano. En esa época casi todo un barrio se iba a un balneario cercano. Una de las casas abandonadas era muy antigua; en ella habían instalado un hotel y apenas empezaba el verano la casa se ponía triste, iba perdiendo sus mejores familias y quedaba habitada nada más que por los sirvientes. Si yo me hubiera escondido detrás de ella y soltado un grito, éste enseguida se hubiese apagado en el musgo.
El teatro donde yo daba los conciertos también tenía poca gente y lo había invadido el silencio: yo lo veía agrandarse en la gran tapa negra del piano. Al silencio le gustaba escuchar la música; oía hasta la última resonancia y después se quedaba pensando en lo que había escuchado. Sus opiniones tardaban. Pero cuando el silencio ya era de confianza, intervenía en la música: pasaba entre los sonidos como un gato con su gran cola negra y los dejaba llenos de intenciones.
Al final de uno de esos conciertos, vino a saludarme un anciano tímido. Debajo de sus ojos azules se veía la carne viva y enrojecida de sus párpados caídos; el labio inferior, muy grande y parecido a la baranda de un palco, daba vuelta alrededor de su boca entreabierta. De allí salía una voz apagada y palabras lentas; además, las iba separando con el aire quejoso de la respiración.
Después de un largo intervalo me dijo:
-Yo lamento que mi hija no pueda escuchar su música.
No sé por qué se me ocurrió que la hija se habría quedado ciega; y enseguida me di cuenta que una ciega podía oír, que más bien podía haberse quedado sorda, o no estar en la ciudad; y de pronto me detuve en la idea de que podría haberse muerto. Sin embargo aquella noche yo era feliz; en aquella ciudad todas las cosas eran lentas, sin ruido yo iba atravesando, con el anciano, penumbras de reflejos verdosos.
De pronto me incliné hacia él -como en el instante en que debía cuidar de algo muy delicado- y se me ocurrió preguntarle:
-¿Su hija no puede venir?
Él dijo «ah» con un golpe de voz corto y sorpresivo; detuvo el paso, me miró a la cara y por fin le salieron estas palabras:
-Eso, eso; ella no puede salir. Usted lo ha adivinado. Hay noches que no duerme pensando que al día siguiente tiene que salir. Al otro día se levanta temprano, apronta todo y le viene mucha agitación. Después se le va pasando. Y al final se sienta en un sillón y ya no puede salir.
La gente del concierto desapareció enseguida de las calles que rodeaban al teatro y nosotros entramos en el café. Él le hizo señas al mozo y le trajeron una bebida oscura en el vasito. Yo lo acompañaría nada más que unos instantes; tenía que ir a cenar a otra parte. Entonces le dije:
-Es una pena que ella no pueda salir. Todos necesitamos pasear y distraernos.
Él, después de haber puesto el vasito en aquel labio tan grande y que no alcanzó a mojarse, me explicó:
-Ella se distrae. Yo compré una casa vieja, demasiado grande para nosotros dos, pero se halla en buen estado. Tiene un jardín con una fuente; y la pieza de ella tiene, en una esquina, una puerta que da sobre un balcón de invierno; y ese balcón da a la calle; casi puede decirse que ella vive en el balcón. Algunas veces también pasea por el jardín y algunas noches toca el piano. Usted podrá venir a cenar a mi casa cuando quiera y le guardaré agradecimiento.
Comprendí enseguida; y entonces decidimos el día en que yo iría a cenar y a tocar el piano.
Él me vino a buscar al hotel una tarde en que el sol todavía estaba alto. Desde lejos, me mostró la esquina donde estaba colocado el balcón de invierno. Era en un primer piso. Se entraba por un gran portón que había al costado de la casa y que daba a un jardín con una fuente de estatuillas que se escondían entre los yuyos. El jardín estaba rodeado por un alto paredón; en la parte de arriba le habían puesto pedazos de vidrio pegados con mezcla. Se subía a la casa por una escalinata colocada delante de una galería desde donde se podía mirar al jardín a través de una vidriera. Me sorprendió ver, en el largo corredor, un gran número de sombrillas abiertas; eran de distintos colores y parecían grandes plantas de invernáculo. Enseguida el anciano me explicó:
-La mayor parte de estas sombrillas se las he regalado yo. A ella le gusta tenerlas abiertas para ver los colores. Cuando el tiempo está bueno elige una y da una vueltita por el jardín. En los días que hay viento no se puede abrir esta puerta porque las sombrillas se vuelan, tenemos que entrar por otro lado.
Fuimos caminando hasta un extremo del corredor por un techo que había entre la pared y las sombrillas. Llegamos a una puerta, el anciano tamborileó con los dedos en el vidrio y adentro respondió una voz apagada. El anciano me hizo entrar y enseguida vi a su hija de pie en medio del balcón de invierno; frente a nosotros y de espaldas a vidrios de colores. Sólo cuando nosotros habíamos cruzado la mitad del salón ella salió de su balcón y nos vino a alcanzar. Desde lejos ya venía levantando la mano y diciendo palabras de agradecimiento por mi visita. Contra la pared que recibía menos luz había recostado un pequeño piano abierto, su gran sonrisa amarillenta parecía ingenua.
Ella se disculpó por el hecho de no poder salir y señalando el balcón vacío, dijo:
-Él es mi único amigo.
Yo señalé al piano y le pregunté:
-Y ese inocente, ¿no es amigo suyo también?
Nos estábamos sentando en sillas que había a los pies de ella. Tuve tiempo de ver muchos cuadritos de flores pintadas colocadas todos a la misma altura y alrededor de las cuatro paredes como si formaron un friso. Ella había dejado abandonada en medio de su cara una sonrisa tan inocente como la del piano; pero su cabello rubio y desteñido y su cuerpo delgado también parecían haber sido abandonados desde mucho tiempo. Ya empezaba a explicar por qué el piano no era tan amigo suyo como el balcón, cuando el anciano salió casi en puntas de pie. Ella siguió diciendo:
-El piano era un gran amigo de mi madre.
Yo hice un movimiento como para ir a mirarlo; pero ella, levantando una mano y abriendo los ojos, me detuvo:
-Perdone, preferiría que probara el piano después de cenar, cuando haya luces encendidas. Me acostumbré desde muy niña a oír el piano nada más que por la noche. Era cuando lo tocaba mi madre. Ella encendía las cuatro velas de los candelabros y tocaba notas tan lentas y tan separadas en el silencio como si también fuera encendiendo, uno por uno, los sonidos.
Después se levantó y pidiéndome permiso se fue al balcón; al llegar a él le puso los brazos desnudos en los vidrios como si los recostara sobre el pecho de otra persona. Pero enseguida volvió y me dijo:
-Cuando veo pasar varias veces a un hombre por el vidrio rojo casi siempre resulta que él es violento o de mal carácter.
No pude dejar de preguntarle:
-Y yo ¿en qué vidrio caí?
-En el verde. Casi siempre les toca a las personas que viven solas en el campo.
-Casualmente a mí me gusta la soledad entre plantas -le contesté.
Se abrió la puerta por donde yo había entrado y apareció el anciano seguido por una sirvienta tan baja que yo no sabía si era niña o enana. Su cara roja aparecía encima de la mesita que ella misma traía en sus bracitos. El anciano me preguntó:
-¿Qué bebida prefiere?
Yo iba a decir «ninguna», pero pensé que se disgustaría y le pedí una cualquiera. A él le trajeron un vasito con la bebida oscura que yo le había visto tomar a la salida del concierto. Cuando ya era del todo la noche fuimos al comedor y pasamos por la galería de las sombrillas; ella cambió algunas de lugar y mientras yo se las elogiaba se le llenaba la cara de felicidad.
El comedor estaba en un nivel más bajo que la calle y a través de pequeñas ventanas enrejadas se veían los pies y las piernas de los que pasaban por la vereda. La luz, no bien salía de una pantalla verde, ya daba sobre un mantel blanco; allí se había reunido, como para una fiesta de recuerdos, los viejos objetos de la familia. Apenas nos sentamos, los tres nos quedamos callados un momento; entonces todas las cosas que había en la mesa parecían formas preciosas del silencio. Empezaron a entrar en el mantel nuestros pares de manos: ellas parecían habitantes naturales de la mesa. Yo no podía dejar de pensar en la vida de las manos. Haría muchos años, unas manos habían obligado a estos objetos de la mesa a tener una forma. Después de mucho andar ellos encontrarían colocación en algún aparador. Estos seres de la vajilla tendrían que servir a toda clase de manos. Cualquiera de ellas echaría los alimentos en las caras lisas y brillosas de los platos; obligarían a las jarras a llenar y a volcar sus caderas; y a los cubiertos, a hundirse en la carne, a deshacerla y a llevar los pedazos a la boca. Por último los seres de la vajilla eran bañados, secados y conducidos a sus pequeñas habitaciones. Algunos de estos seres podrían sobrevivir a muchas parejas de manos; algunas de ellas serían buenas con ellos, los amarían y los llenarían de recuerdos, pero ellos tendrían que seguir viviendo en silencio.
Hacía un rato, cuando nos hallábamos en la habitación de la hija de la casa y ella no había encendido la luz -quería aprovechar hasta el último momento el resplandor que venía de su balcón-, estuvimos hablando de los objetos. A medida que se iba la luz, ellos se acurrucaban en la sombra como si tuvieran plumas y se prepararan para dormir. Entonces ella dijo que los objetos adquirían alma a medida que entraban en relación con las personas. Algunos de ellos antes habían sido otros y habían tenido otra alma (algunos que ahora tenían patas, antes habían tenido ramas, las teclas habían sido colmillos), pero su balcón había tenido alma por primera vez cuando ella empezó a vivir en él.
De pronto apareció en la orilla del mantel la cara colorada de la enana. Aunque ella metía con decisión sus bracitos en la mesa para que las manitas tomaran las cosas, el anciano y su hija le acercaban los platos a la orilla de la mesa. Pero al ser tomados por la enana, los objetos de la mesa perdían dignidad. Además el anciano tenía una manera apresurada y humillante de agarrar el botellón por el pescuezo y doblegarlo hasta que le salía vino.
Al principio la conversación era difícil. Después apareció dando campanadas un gran reloj de pie; había estado marchando contra la pared situada detrás del anciano; pero yo me había olvidado de su presencia. Entonces empezamos a hablar. Ella me preguntó:
-¿Usted no siente cariño por las ropas viejas?
-¡Cómo no! Y de acuerdo a lo que usted dijo de los objetos, los trajes son los que han estado en más estrecha relación con nosotros -aquí yo me reí y ella se quedó seria-; y no me parecería imposible que guardaran de nosotros algo más que la forma obligada del cuerpo y alguna emanación de la piel.
Pero ella no me oía y había procurado interrumpirme como alguien que intenta entrar a saltar cuando están torneando la cuerda. Sin duda me había hecho la pregunta pensando en lo que respondería ella.
Por fin dijo:
-Yo compongo mis poesías después de estar acostada -ya, en la tarde, había hecho alusión a esas poesías- y tengo un camisón blanco que me acompaña desde mis primeros poemas. Algunas noches de verano voy con él al balcón. El año pasado le dediqué una poesía.
Había dejado de comer y no se le importaba que la enana metiera los bracitos en la mesa. Abrió los ojos como ante una visión y empezó a recitar:
-A mi camisón blanco.
Yo endurecía todo el cuerpo y al mismo tiempo atendía a las manos de la enana. Sus deditos, muy sólidos, iban arrollados hasta los objetos, y sólo a último momento se abrían para tomarlos.
Al principio yo me preocupaba por demostrar distintas maneras de atender; pero después me quedé haciendo un movimiento afirmativo con la cabeza, que coincidía con la llegada del péndulo a uno de los lados del reloj. Esto me dio fastidio; y también me angustiaba el pensamiento de que pronto ella terminaría y yo no tenía preparado nada para decirle; además, al anciano le había quedado un poco de acelga en el borde del labio inferior y muy cerca de la comisura.
La poesía era cursi, pero parecía bien medida; con «camisón» no rimaba ninguna de las palabras que yo esperaba; le diría que el poema era fresco. Yo miraba al anciano y al hacerlo me había pasado la lengua por el labio inferior, pero él escuchaba a la hija. Ahora yo empezaba a sufrir porque el poema no terminaba. De pronto dijo «balcón» para rimar con «camisón», y ahí terminó el poema.
Después de las primeras palabras, yo me escuchaba con serenidad y daba a los demás la impresión de buscar algo que ya estaba a punto de encontrar:
-Me llama la atención -comencé- la calidad de adolescencia que le ha quedado en el poema. Es muy fresco y...
Cuando yo había empezado a decir «es muy fresco», ella también empezaba a decir:
-Hice otro...
Yo me sentí desgraciado; pensaba en mí con un egoísmo traicionero. Llegó la enana con otra fuente y me serví con desenfado una buena cantidad. No quedaba ningún prestigio: ni el de los objetos de la mesa, ni el de la poesía, ni el de la casa que tenía encima, con el corredor de las sombrillas, ni el de la hiedra que tapaba todo un lado de la casa. Para peor, yo me sentía separado de ellos y comía en forma canallesca; no había una vez que el anciano no manoteara el pescuezo del botellón que no encontrara mi copa vacía.
Cuando ella terminó el segundo poema, yo dije:
-Si esto no estuviera tan bueno -yo señalaba el plato- le pediría que me dijera otro.
Enseguida el anciano dijo:
-Primero ella debía comer. Después tendrá tiempo.
Yo empezaba a ponerme cínico, y en aquel momento no se me hubiera importado dejar que me creciera una gran barriga. Pero de pronto sentí como una necesidad de agarrarme del saco de aquel pobre viejo y tener para él un momento de generosidad. Entonces señalándole el vino le dije que hacía poco me habían hecho un cuento de un borracho. Se lo conté, y al terminar los dos empezaron a reírse desesperadamente; después yo seguí contando otros. La risa de ella era dolorosa; pero me pedía por favor que siguiera contando cuentos; la boca se le había estirado para los lados como un tajo impresionante; las «patas de gallo» se le habían quedado prendidas en los ojos llenos de lágrimas, y se apretaba las manos juntas entre las rodillas. El anciano tosía y había tenido que dejar el botellón antes de llenar la copa. La enana se reía haciendo como un saludo de medio cuerpo.
Milagrosamente todos habíamos quedado unidos y yo no tenía el menor remordimiento.
Esa noche no toqué el piano. Ellos me rogaron que me quedara, y me llevaron a un dormitorio que estaba al lado de la casa que tenía enredaderas de hiedra. Al comenzar a subir la escalera, me fijé que del reloj de pie salía un cordón que iba siguiendo a la escalera, en todas sus vueltas. Al llegar al dormitorio, el cordón entraba y terminaba atado en una de las pequeñas columnas del dosel de mi cama. Los muebles eran amarillos, antiguos, y la luz de una lámpara hacía brillar sus vientres. Yo puse mis manos en mi abdomen y miré el del anciano. Sus últimas palabras de aquella noche habían sido para recomendarme:
-Si usted se siente desvelado y quiere saber la hora, tire de este cordón. Desde aquí oirá el reloj del comedor; primero le dará las horas y, después de un intervalo, los minutos.
De pronto se empezó a reír, y se fue dándome las «buenas noches». Sin duda se acordaría de uno de los cuentos, el de un borracho que conversaba con un reloj.
Todavía el anciano hacía crujir la escalera de madera con sus pasos pesados, cuando yo ya me sentía solo con mi cuerpo. Él -mi cuerpo- había atraído hacia sí todas aquellas comidas y todo aquel alcohol como un animal tragando a otros; y ahora tendría que luchar con ellos toda la noche. Lo desnudé completamente y lo hice pasear descalzo por la habitación.
Enseguida de acostarme quise saber qué cosa estaba haciendo yo con mi vida en aquellos días; recibí de la memoria algunos acontecimientos de los días anteriores, y pensé en personas que estaban muy lejos de allí. Después empecé a deslizarme con tristeza y con cierta impudicia por algo que era como las tripas del silencio.
A la mañana siguiente hice un recorrido sonriente y casi feliz de las cosas de mi vida. Era muy temprano; me vestí lentamente y salí a un corredor que estaba a pocos metros sobre el jardín. De este lado también había yuyos altos y árboles espesos. Oí conversar al anciano y a su hija, y descubrí que estaban sentados en un banco colocado bajo mis pies. Entendí primero lo que decía ella:
-Ahora Úrsula sufre más; no sólo quiere menos al marido, sino que quiere más al otro.
El anciano preguntó:
-¿Y no puede divorciarse?
-No; porque ella quiere a los hijos, y los hijos quieren al marido y no quieren al otro.
Entonces el anciano dijo con mucha timidez:
-Ella podría decir a los hijos que el marido tiene varias amantes.
La hija se levantó enojada:
-¡Siempre el mismo, tú! ¡Cuándo comprenderás a Úrsula! ¡Ella es incapaz de hacer eso!
Yo me quedé muy intrigado. La enana no podía ser -se llamaba Tamarinda-. Ellos vivían, según me había dicho el anciano, completamente solos. ¿Y esas noticias? ¿Las habrían recibido en la noche? Después del enojo, ella había ido al comedor y al rato salió al jardín bajo una sombrilla color salmón con volados de gasas blancas. A mediodía no vino a la mesa. El anciano y yo comimos poco y tomamos poco vino. Después yo salí para comprar un libro a propósito para ser leído en una casa abandonada entre los yuyos, en una noche muda y después de haber comido y bebido en abundancia.
Cuando iba de vuelta, pasó frente al balcón, un poco antes que yo, un pobre negro viejo y rengo, con un sombrero verde de alas tan anchas como las que usan los mejicanos.
Se veía una mancha blanca de carne, apoyada en el vidrio verde del balcón.
Esa noche, apenas nos sentamos a la mesa, yo empecé a hacer cuentos, y ella no recitó.
Las carcajadas que soltábamos el anciano y yo nos servían para ir acomodando cantidades brutales de comida y de vinos.
Hubo un momento en que nos quedamos silenciosos. Después, la hija nos dijo:
-Esta noche quiero oír música. Yo iré antes a mi habitación y encenderé las velas del piano. Hace ya mucho tiempo que no se encienden. El piano, ese pobre amigo de mamá, creerá que es ella quien lo irá a tocar.
Ni el anciano ni yo hablamos una palabra más. Al rato vino Tamarinda a decirnos que la señorita nos esperaba.
Cuando fui a hacer el primer acorde, el silencio parecía un animal pesado que hubiera levantado una pata. Después del primer acorde salieron sonidos que empezaron a oscilar como la luz de las velas. Hice otro acorde como si adelantara otro paso. Y a los pocos instantes, y antes que yo tocara otro acorde más, estalló una cuerda. Ella dio un grito. El anciano y yo nos paramos; él fue hacia su hija, que se había tapado los ojos, y la empezó a calmar diciéndole que las cuerdas estaban viejas y llenas de herrumbre. Pero ella seguía sin sacarse las manos de los ojos y haciendo movimientos negativos con la cabeza. Yo no sabía qué hacer; nunca se me había reventado una cuerda. Pedí permiso para ir a mi cuarto, y al pasar por el corredor tenía miedo de pisar una sombrilla.
A la mañana siguiente llegué tarde a la cita del anciano y la hija en el banco del jardín, pero alcancé a oír que la hija decía:
-El enamorado de Úrsula trajo puesto un gran sombrero verde de alas anchísimas.
Yo no podía pensar que fuera aquel negro viejo y rengo que había visto pasar en la tarde anterior; ni podía pensar en quién traería esas noticias por la noche.
Al mediodía, volvimos a almorzar el anciano y yo solos. Entonces aproveché para decirle:
-Es muy linda la vista desde el corredor. Hoy no me quedé más porque ustedes hablaban de una Úrsula, y yo temía ser indiscreto.
El anciano había dejado de comer, y me había preguntado en voz alta:
-¿Usted oyó?
Vi el camino fácil para la confidencia, y le contesté:
-Sí, oí todo, ¡pero no me explico cómo Úrsula puede encontrar buen mozo a ese negro viejo y rengo que ayer llevaba el sombrero verde de alas tan anchas!
-¡Ah! -dijo el anciano-, usted no ha entendido. Desde que mi hija era casi una niña me obligaba a escuchar y a que yo interviniera en la vida de personajes que ella inventaba. Y siempre hemos seguido sus destinos como si realmente existieran y recibiéramos noticias de sus vidas. Ellas les atribuye hechos y vestimentas que percibe desde el balcón. Si ayer vio pasar a un hombre de sombrero verde, no se extrañe que hoy se lo haya puesto a uno de sus personajes. Yo soy torpe para seguirle esos inventos, y ella se enoja conmigo. ¿Por qué no la ayuda usted? Si quiere yo...
No lo dejé terminar:
-De ninguna manera, señor. Yo inventaría cosas que le harían mucho daño.
A la noche ella tampoco vino a la mesa. El anciano y yo comimos, bebimos y conversamos hasta muy tarde de la noche.
Después que me acosté sentí crujir una madera que no era de los muebles. Por fin comprendí que alguien subía la escalera. Y a los pocos instantes llamaron suavemente a mi puerta. Pregunté quién era, y la voz de la hija me respondió:
-Soy yo; quiero conversar con usted.
Encendí la lámpara, abrí una rendija de la puerta y ella me dijo:
-Es inútil que tenga la puerta entornada; yo veo por la rendija del espejo, y el espejo lo refleja a usted desnudito detrás de la puerta.
Cerré enseguida y le dije que esperara. Cuando le indiqué que podía entrar, abrió la puerta de entrada y se dirigió a otra que había en mi habitación y que yo nunca pude abrir. Ella la abrió con la mayor facilidad y entró a tientas en la oscuridad de otra habitación que yo no conocía. Al momento salió de allí con una silla que colocó al lado de mi cama. Se abrió una capa azul que traía puesta y sacó un cuaderno de versos. Mientras ella leía yo hacía un esfuerzo inmenso para no dormirme; quería levantar los párpados y no podía; en vez, daba vuelta para arriba los ojos y debía parecer un moribundo. De pronto ella dio un grito como cuando se reventó la cuerda del piano; y yo salté de la cama. En medio del piso había una araña grandísima. En el momento que yo la vi ya no caminaba, había crispado tres de sus patas peludas, como si fuera a saltar. Después yo le tiré los zapatos sin poder acertarle. Me levanté, pero ella me dijo que no me acercara, que esa araña saltaba. Yo tomé la lámpara, fui dando la vuelta a la habitación cerca de las paredes hasta llegar al lavatorio, y desde allí le tiré con el jabón, con la tapa de la jabonera, con el cepillo, y sólo acerté cuando le tiré con la jabonera. La araña arrolló las patas y quedó hecha un pequeño ovillo de lana oscura. La hija del anciano me pidió que no le dijera nada al padre porque él se oponía a que ella trabajara o leyera hasta tan tarde. Después que ella se fue, reventé la araña con el taco del zapato y me acosté sin apagar la luz. Cuando estaba por dormirme, arrollé sin querer los dedos de los pies; esto me hizo pensar en que la araña estaba allí, y volví a dar un salto.
A la mañana siguiente vino el anciano a pedirme disculpas por la araña. Su hija se lo había contado todo. Yo le dije al anciano que nada de aquello tenía la menor importancia, y para cambiar de conversación le hablé de un concierto que pensaba dar por esos días en una localidad vecina. Él creyó que eso era un pretexto para irme, y tuve que prometerle volver después del concierto.
Cuando me fui, no pude evitar que la hija me besara una mano; yo no sabía qué hacer. El anciano y yo nos abrazamos, y de pronto sentí que él me besaba cerca de una oreja.
No alcancé a dar el concierto. Recibí a los pocos días un llamado telefónico del anciano. Después de las primeras palabras, me dijo:
-Es necesaria su presencia aquí.
-¿Ha ocurrido algo grave?
-Puede decirse que una verdadera desgracia.
-¿A su hija?
-No.
-¿A Tamarinda?
-Tampoco. No se lo puedo decir ahora. Si puede postergar el concierto venga en el tren de las cuatro y nos encontraremos en el Café del Teatro.
 -¿Pero su hija está bien?
-Está en la cama. No tiene nada, pero no quiere levantarse ni ver la luz del día; vive nada más que con la luz artificial, y ha mandado cerrar todas las sombrillas.
-Bueno. Hasta luego.
En el Café del Teatro había mucho barullo, y fuimos a otro lado. El anciano estaba deprimido, pero tomó enseguida las esperanzas que yo le tendía. Le trajeron la bebida oscura en el vasito, y me dijo:
-Anteayer había tormenta, y a la tardecita nosotros estábamos en el comedor. Sentimos un estruendo, y enseguida nos dimos cuenta que no era la tormenta. Mi hija corrió para su cuarto y yo fui detrás. Cuando yo llegué ella ya había abierto las puertas que dan al balcón, y se había encontrado nada más que con el cielo y la luz de la tormenta. Se tapó los ojos y se desvaneció.
-¿Así que le hizo mal esa luz?
-¡Pero, mi amigo! ¿Usted no ha entendido?
-¿Qué?
-¡Hemos perdido el balcón! ¡El balcón se cayó! ¡Aquella no era la luz del balcón!
-Pero un balcón...
Más bien me callé la boca. Él me encargó que no le dijera a la hija ni una palabra del balcón. Y yo, ¿qué haría? El pobre anciano tenía confianza en mí. Pensé en las orgías que vivimos juntos. Entonces decidí esperar blandamente a que se me ocurriera algo cuando estuviera con ella.
Era angustioso ver el corredor sin sombrillas.
Esa noche comimos y bebimos poco. Después fui con el anciano hasta la cama de la hija y enseguida él salió de la habitación. Ella no había dicho ni una palabra, pero apenas se fue el anciano miró hacia la puerta que daba al vacío y me dijo:
-¿Vio cómo se nos fue?
-¡Pero, señorita! Un balcón que se cae...
-Él no se cayó. Él se tiró.
-Bueno, pero...
-No sólo yo lo quería a él; yo estoy segura de que él también me quería a mí; él me lo había demostrado.
Yo bajé la cabeza. Me sentía complicado en un acto de responsabilidad para el cual no estaba preparado. Ella había empezado a volcarme su alma y yo no sabía cómo recibirla ni qué hacer con ella.
Ahora la pobre muchacha estaba diciendo:
-Yo tuve la culpa de todo. Él se puso celoso la noche que yo fui a su habitación.
-¿Quién?
-¿Y quién va a ser? El balcón, mi balcón.
-Pero, señorita, usted piensa demasiado en eso. Él ya estaba viejo. Hay cosas que caen por su propio peso.
Ella no me escuchaba, y seguía diciendo:
-Esa misma noche comprendí el aviso y la amenaza.
-Pero escuche, ¿cómo es posible que?...
-¿No se acuerda quién me amenazó?... ¿Quién me miraba fijo tanto rato y levantando aquellas tres patas peludas?
-¡Oh!, tiene razón. ¡La araña!
-Todo eso es muy suyo.
Ella levantó los párpados. Después echó a un lado las cobijas y se bajó de la cama en camisón. Iba hacia la puerta que daba al balcón, y yo pensé que se tiraría al vacío. Hice un ademán para agarrarla; pero ella estaba en camisón. Mientras yo quedé indeciso, ella había definido su ruta. Se dirigía a una mesita que estaba al lado de la puerta que daba hacia al vacío. Antes que llegara a la mesita, vi el cuaderno de hule negro de los versos.
Entonces ella se sentó en una silla, abrió el cuaderno y empezó a recitar:
-La viuda del balcón...

Felisberto Hernández.

miércoles, 18 de enero de 2012

El árbol del conocimiento

Entre otras convicciones secretas, cual las que todos albergamos, Peter Brench estimaba como el más grande logro de su vida no haber emitido jamás un juicio comprometedor sobre la obra, como era denominada, de su amigo Morgan Mallow. En lo tocante a ella, según pensaba él honradamente, nadie podía, con veracidad, citar una sola opinión pronunciada por sus labios, y en ningún lado podía haber constancia de que, a ese mismo respecto, en ninguna ocasión ni tesitura alguna, hubiese mentido o hubiese proclamado la verdad. Semejante triunfo le parecía de relevancia capital aun siendo un hombre que había logrado otros triunfos: un hombre que había llegado a los cincuenta años, que había eludido el matrimonio, que había vivido sin dilapidar su fortuna, que desde muchos años atrás amaba a la señora Mallow sin decir palabra, y que, lo último en orden pero no en importancia, se había juzgado a sí mismo hasta los más íntimos recovecos. De hecho se había juzgado hasta tal punto que había sentenciado que la actitud que mejor le cuadraba era una gran humildad global; y, sin embargo, nada lo hacía tener mejor concepto de sí mismo que el recto rumbo que había logrado seguir pese a varios de los escollos precitados. De esta guisa, consideraba categóricamente un mérito que aquéllos de sus amigos en quienes más confianza tenía fueran precisamente aquéllos ante quienes guardaba la mayor reserva. Él no podía -al menos eso había decidido el excelente hombre- decirle a la señora Mallow que ella era la adorable causa única de su contumaz soltería; y tampoco decirle al marido que la visión de los innumerables mármoles que poblaban el taller de éste le causaba un sufrimiento cuya incisividad ni siquiera el tiempo había conseguido embotar. Sin embargo, su victoria, como ya he apuntado, en lo tocante a estas esculturas, no consistía sólo en haber callado que las abominaba; consistía además, heroicamente, en no haber intentado nunca obtener, como premio a su silencio, una dulce compensación de otro orden.
La situación entera, entre estas buenas gentes, era en verdad cosa digna de admiración, y probablemente no había ninguna que le fuese comparable en muchas leguas a la redonda del punto que nos incumbe: la zona londinense donde en aquella época los melodiosos declives de Hampstead principiaban a ser debelados por los quebrados ritmos de St. John's Wood. Peter deploraba las estatuas de Mallow y adoraba a la esposa de Mallow, pero sentía considerable simpatía hacia Mallow, por quien, a su vez, él era igualmente apreciado. La señora Mallow exhibía gran admiración por las estatuas... aunque, si la apuraban, confesaba preferir los bustos; y su ostensible afecto por Peter Brench se debía al afecto que éste último le testimoniaba a Morgan. Por lo demás, cada uno de los tres amaba a los otros dos por la delicadeza con que trataban a Lancelot, el único y muy querido descendiente de los Mallow, en quien el amigo de la casa tenía al tercero -pero sin duda el más guapo- de sus ahijados. Desde su nacimiento, ninguno de la familia, ni siquiera el propio niño, si hubiese sido posible consultarlo, habría hallado sujeto más cualificado que Peter para el papel de padrino. Por fortuna, todas estas notables personas gozaban, en el aspecto pecuniario, de cierto desahogo; de lo contrario, el Maestro no habría podido pasar sus solemnes Wanderjahre1 en Florencia y en Roma ni continuar, junto al Támesis no menos que junto al Arno y el Tíber, amontonando una tras otra obras no vendidas y modelando, con lo que no tenía otro remedio que ser una pasión de todo punto desinteresada, fantaseadas cabezas de celebridades demasiado sumidas en la época o demasiado poco -demasiado ocupadas en vivir el presente o demasiado muertas y enterradas en el pasado- para concederle sesiones de “pose”. Ni tampoco Peter, que se presentaba casi todos los días, habría podido encontrar los suficientes ratos de ocio para colaborar con su presencia a mantener toda esta complicada tradición de cosas. Él, el depositario de estos secretos, era hombre macizo pero bonancible: corpulento y recio y rubicundo y crespo, de entonaciones profundas, miradas profundas, bolsillos profundos, por no mencionar su hábito de las pipas largas, los sombreros flexibles y los trajes descoloridos entre parduscos y grisáceos, en apariencia siempre los mismos.
Se había entregado a “escribir”, según se sabía, aunque nunca se hubiera entregado a hablar... a hablar, en particular, de eso; y daba la impresión (ya que, según se creía, continuaba cogiendo la pluma) de que prosiguiera su actividad literaria para tener algo más -como si, de suyo, aún no tuviera bastante- sobre lo cual callar. Sea como fuere, lo cierto es que sus ocasionales versos y prosas, ignorados de todos, le permitían afirmar ante su propia mirada la integridad de su buen gusto y comprobar paladinamente la interdependencia de la fama y la mediocridad. La puerta verde de su propiedad se abría en una tapia de jardín cuyo estuco lucía agrietado y desvaído, y, en la pequeña mansión a la que aquélla daba paso, todo era vetusto: el mobiliario, los sirvientes, los libros y los grabados, las costumbres inmemoriales y aun los arreglos más recientes. A diez minutos de allí, los Mallow tenían su propia residencia, bautizada como Villa Carrara, cuyo taller se levantaba sobre un pequeño terreno que éstos, en su feliz optimismo, habían anexado a la propiedad con el fin de edificar tal santuario del arte. Ello había sido posible por la buena suerte, si es que no habría que llamarla mala, de que la señora Mallow, al desposarse, hubiera aportado a su marido una dote suficiente para procurarle una mínima seguridad y permitirle así, respecto del arte del cincel, mantenerse en sus trece. Y en sus trece se mantenían -siempre se habían mantenido- el engolado escultor y su esposa, en favor de los cuales la naturaleza había rizado el rizo privándolos de toda conciencia de lo difícil. De escultor, Morgan lo tenía todo excepto el espíritu de Fidias: la casaca de terciopelo marrón, el berretto apropiado, el “aspecto plástico”, los dedos melindrosos, un bonito acento italiano y un viejo fámulo traído de Italia. Parecía compensar todas sus ineptitudes cuando le ordenaba a Egidio en su lengua natal que hiciera girar alguno de los pedestales rotatorios que en el taller abundaban. En Villa Carrara todos eran muy italianizantes, y lo inconfesable del papel que este hecho representaba en la vida de Peter era, mayormente, que le aportaba, a fuer de británico a machamartillo, la justa cantidad de “extranjería” que era capaz de tolerar. Toda su Italia la constituían los Mallow, aunque en cierto modo era gracias a Italia por lo que le agradaban. Su sola preocupación era que Lance -así llamaban por abreviación a su ahijado- resultaba, a despecho de su educación en un colegio nacional, acaso una pizca demasiado italiano. Por otra parte, Morgan poseía el aspecto de la imagen aduladora que uno puede tener de sí mismo, semejante a aquéllas que cabe contemplar en esa gran sala del museo de los Uffizi dedicada a Autorretratos de Artistas. La única lamentación del Maestro era no haber nacido pintor en vez de escultor, a causa de su deseo de haber contribuido a la insigne colección sobredicha.
Con el tiempo se vio que Lance, de todas formas, sí que sentía la vocación de los pinceles; pues, cuando el muchacho frisaba ya en los veinte años, un buen día la señora Mallow le anunció al amigo, quien solía ser confidente de los problemas y preocupaciones más íntimos de la familia, que no parecía sino que en rigor de verdad no tenían más remedio que dejarlo seguir la carrera de pintor. Ya no podían permanecer insensibles ante la circunstancia de que no cosechaba ningún laurel en Cambridge, donde la facultad en que otrora había hecho Brench los estudios llevaba un año suavizándole las reprimendas únicamente por consideración a su padrino. Así, pues, ¿a qué obstinarse en la vana tentativa de formarlo para lo imposible? Lo imposible -ello ya estaba sobradamente claro- era que Lance pudiese llegar a ser otra cosa que artista.
-¡Oh, cielos, cielos! -exclamó el pobre Peter.
-¿Cómo? ¿No cree usted en ello? -preguntó la señora Mallow, quien, aunque cumplidos ya los cuarenta, había conservado unos ojos de un violeta aterciopelado, una lisa piel lustrosa y un suave cabello rojizo.
-Que si no creo ¿en qué?
-Pues en la pasión que siente Lance.
-No sé bien a qué se refiere con eso de “creer en su pasión”. No se me había escapado, ciertamente, la propensión de Lance, desde su más tierna infancia, a enarbolar pinceles y mezclar colores; pero yo esperaba, lo confieso, que se le pasaría.
-Y ¿por qué habría de pasársele -preguntó ella con una hermosa sonrisa-, habida cuenta de los preciosos antecedentes familiares? Una pasión es una pasión... aunque claro está que, naturalmente, usted, mi buen Peter, no entiende nada de semejantes cosas. ¿Se ha extinguido la del Maestro alguna vez?
Por un momento, Peter apartó el semblante y, a su habitual manera informe, durante algunos instantes emitió un sonido intermedio entre un silbido atenuado y un rezongo reprimido.
-¿Cree usted que también él se convertirá en un Maestro? -preguntó.
Apenas si ella pareció dispuesta a llegar tan lejos, pero mostró, en conjunto, un aplomo maravilloso:
-Ya sé lo que quiere insinuar usted: ¿merecerá la pena una actividad que desencadenará las mismas envidias y suscitará las mismas maquinaciones que en ciertos momentos casi han resultado demasiado duras de soportar para el padre de Lance? Pues bien, contemos con ello, ya que nada excepto la trapacería, en la triste época en que vivimos, puede, por lo visto, asegurar el éxito, y ya que, si una maldición le ha otorgado el don del refinamiento y la exquisitez, uno fácilmente puede verse teniendo que mendigar el pan toda la vida. Pongámonos en lo peor: supongamos que él tenga la desgracia de volar tan alto que el gusto vulgar del ignaro populacho no pueda seguirlo. Recuerde, así y todo, la ventaja de que disfrutará él, la misma de que disfruta el Maestro. El conocerá.
Peter semejó pesaroso:
Ah, pero ¿qué es lo que conocerá?
-¡La felicidad interior! -exclamó la señora Mallow con entonación algo impacientada. Y se fue.
2
Naturalmente, Peter hubo de tener, poco después, una charla sobre aquello con el propio joven y oírle que, virtualmente, estaba ya todo decidido. Lance no iba a volver más a la Universidad e iba a marcharse a París, donde podría, ya que la suerte estaba echada, encontrar reunidas el máximo número de facilidades. Peter siempre había tenido la impresión de que era necesario aceptar a su ahijado tal como era, pero quizá nunca hasta este momento se había visto tan forzado a verlo como era realmente:
-Entonces, ¿es que abandonas Cambridge por completo? ¿No es bastante lamentable?
Al modo de ver del amigo, Lance se habría parecido a su padre si hubiese sido menos humorista y a su madre si hubiese sido más hermoso. Pero era una buena solución intermedia, para Peter, eso de que, a la manera de los jóvenes modernos, tuviera, a primera vista, más bien el aire de un corredor de bolsa que el de un artista en agraz. El muchacho hizo valer que se trataba de una cuestión de tiempo: le quedaban tantas experiencias por vivir, tantos hechos por observar. Había sostenido algunas conversaciones con sus camaradas y se había formado su opinión propia al respecto:
-En nuestros días -dijo- lo que importa, ¿sabe usted?, no es llegar a adquirir erudición, sino discernimiento.
Ante esto, su interlocutor emitió un gruñido:
-¡Oh, diablos, no quieras saber discernir!
Lance se maravilló:
-,Que “no” quiera saber discernir? Entonces, ¿qué tiene de bueno...?
-Qué tiene de bueno ¿el qué?
-Pues... todo. ¿No confía usted en mi talento? Peter aspiró su larga pipa, en silencio, durante un instante; después ahondó:
-No es el discernimiento, sino la ignorancia, lo que (nos lo dicen excelentemente) nos da la felicidad.
-Entonces, ¿no cree usted que yo tenga talento? -insistió Lance.
Peter, según su costumbre de inesperados gestos bonachones, puso su brazo en torno al cuello de su ahijado y lo mantuvo así un momento, diciendo:
-¿Qué sé yo?
-¡Ah -dijo el joven-, si es su propia ignorancia lo que está usted tratando de defender...!
De nuevo, durante una pausa, sentado en el diván, el padrino fumó.
-No se trata de eso -dijo-. Yo tengo la desgracia de ser omnisciente.
-¡Ah, caramba -dijo Lance riendo de nuevo-, si sabe usted demasiado...!
-De eso se trata precisamente, y he ahí por qué soy tan desdichado.
La jocundidad de Lance subió de punto:
-,Desdichado usted? ¡Venga ya!
-Pero me olvidaba -completó su compañero- de que tampoco deberías saber nada de este asunto. Eso sería, también para ti, saber demasiado. Voy a comunicarte tan sólo mis intenciones. -Peter se levantó del diván-. Si aceptas volver a Cambridge, yo te pagaré todos los gastos.
Lance lo miró de hito en hito, un tanto pesaroso a despecho de sentirse todavía más divertido.
-¡Oh, Peter! -exclamó-. ¿Desprecia usted París, pues, hasta ese extremo?
-Caramba, le tengo miedo.
-Ah, ya lo entiendo.
-No, tú no entiendes nada... no aún. Pero acabarás entendiendo; es decir, corres el riesgo de acabar entendiendo. Y eso no es bueno.
El joven reflexionó más seriamente:
-Pero mi inocencia ya está...
-¿Ya ha recibido golpes? Oh, ello tiene remedio -siguió Peter-; la restauraremos aquí.
-¿Aquí? Entonces lo que usted desea, ¿es que permanezca en casa?
Peter casi lo confesó:
-Caramba, estamos los cuatro tan bien como estamos, todos juntos... tan amparados unos por otros... Escucha, no lo eches a perder.
Ante esto, el joven, que ya se había tornado grave, pasó a la consternación, impresionado ante el muy sentido tono de su amigo.
-Entonces, ¿a qué se dedicaría servidor?
-A ser mi ahijado. Atiende, muchacho -y ahora Peter suplicó de veras-, yo me ocuparía de tu mantenencia.
Lance, que con las piernas extendidas y las manos en los bolsillos había permanecido sentado en el diván, lo escudriñó con mirada desconfiada. Después se incorporó:
-Lo que usted piensa es que no tengo suficientes aptitudes, que no triunfaré.
-¿A qué te refieres con eso de triunfar?
Lance reflexionó de nuevo, y respondió:
-Caramba, el mejor triunfo, creo, consiste en satisfacerse a uno mismo. ¿No es de eso precisamente de lo que, a despecho de las maquinaciones y todo lo demás, disfruta (a su especial modo inimitable) el Maestro?
Tantísimas cosas incluidas en esta pregunta pedían contestación simultánea, que lo que a efectos prácticos hizo fue poner fin a la conversación, la cual se volvió singularmente difícil a la luz de tamaña evidencia renovada de que, aunque posiblemente la inocencia del joven, durante el transcurso de sus estudios, como afirmaba él mismo, hubiera sufrido golpes, la quintaesencia de su candor permanecía intacta. Lo cierto es que ello era lo que Peter había dado por supuesto y lo que al propio tiempo deseaba por encima de todo; pero, debido a alguna perversión suya, la ingenuidad de Lance lo indignó. El joven creía en las maquinaciones y todo lo demás, creía en el especial modo inimitable, creía, en suma, en el Maestro. Uno o dos meses más tarde, no sólo Lance no había vuelto a Cambridge con todos los gastos pagados por su padrino, sino que además, quince días después del asentamiento de aquél en París, Peter le mandó cincuenta libras esterlinas.
Entretanto, en su país natal, Peter se había mentalizado para lo peor; y jamás lo que podía ser lo peor se le había prefigurado de una forma tan vívida como cuando, un domingo por la noche en que, como de costumbre, él acudió a casa de sus amigos para cenar, la señora de Villa Carrara lo saludó con una pregunta sobre -ni más ni menos- las riquezas de los canadienses. Ella hablaba en serio, hablaba casi con apasionamiento:
-Dígame: ¿hay muchos de ellos verdaderamente ricos?
Por fuerza él hubo de confesar no saber nada acerca de aquello, aunque posteriormente recordaría muchas veces esta velada. La habitación en que se hallaban estaba exornada con diversas muestras de la genialidad del Maestro, las cuales poseían el mérito de tener, como sugería a menudo la propia señora Mallow, unas dimensiones infrecuentemente oportunas. Eran dimensiones en efecto poco usuales en las creaciones del cincel y ofrecían la peculiaridad de que, si los objetos y los detalles destinados a ser pequeños parecían demasiado grandes, los objetos y los detalles destinados a ser grandes parecían demasiado pequeños. La intención del Maestro, fuese en este respecto o en cualquier otro, había permanecido, en casi todos los casos, incluso tras el paso de años, inescrutable para Peter Brench. Las creaciones que tan insuficientemente la exteriorizaban se erguían, un poco por todas partes, sobre pedestales y ménsulas, sobre mesas y estanterías: todo un pequeño pueblo blanco de fija mirada, heroico, idílico, alegórico, mítico, simbólico, en que la “proporción” se había desviado y extraviado de tal manera que la plaza pública y la repisa de la chimenea parecían haber intercambiado sus papeles, pues todo lo monumental resultaba diminuto y todo lo diminuto monumental; las obras de estas dos categorías, por otra parte, eran, innegablemente, miembros de una estirpe en la cual, singular fenómeno, cada estatua no ofrecía ninguna información acerca de su respectiva profesión, edad o sexo. Al igual que los Mallow, ellas mismas, este pueblo de estatuas, componían la familia del desdichado Brench: por lo menos le eran, en grandísima medida, íntimamente familiares. La coyuntura presente era de aquéllas que desde hacía mucho tiempo había aprendido a identificar y a definir: breves fogonazos de la débil llama, dulces ráfagas de un aire más clemente. Dos veces al año, con regularidad, el Maestro confiaba en su suerte, aparte confiar todo el año en su genio. Esta vez la prosperidad tenía que estar asegurada con una pareja de luto, procedente de Toronto, que acababa de hacer el magnificente encargo: la ejecución de una tumba para tres niños difuntos, a quienes deseaban ver conmemorados, en el grupo escultórico, con un estilo a la par simbólico y realista.
Ése era naturalmente el trasfondo de la pregunta de la señora Mallow: al suponer que estos extranjeros eran adinerados, cabía creer, por la índole de la admiración de los mismos, así como por sus misteriosas alusiones (¡eran gente un poco extravagante!) dejadas caer a propósito de la posibilidad de otros encargos de este tenor funerario, en un patrocinio futuro; y no menos factible era que, si el Maestro conseguía adquirir una mínima notoriedad en aquellos lejanos pagos, una larga serie de clientes canadienses viniera inexorablemente a hacer sus pedidos. En otras ocasiones, Peter había visto afluencias de clientes coloniales o autóctonos, grupos de compradores que sin embargo habían producido poquísimos vacíos en la compañía marmórea que los rodeaba; pero se guardaba mucho, en circunstancias así, de hacer tambalearse tales ilusiones halagüeñas. Mientras duraban, constituían un bálsamo para la amargura ocasionada por las distinciones jamás obtenidas, el largo sufrimiento de las medallas y los diplomas constantemente otorgados a otros; y alimentaban, así, la lámpara destinada a lucir hasta el próximo eclipse. Ellos vivían, empero, al fin y a la postre -tal como siempre era maravilloso comprobarlo-, sobre un plan trascendente, apenas atentos a los altibajos de la existencia. Consentían, a veces, deliciosamente, en reconocer que el público, de cuando en cuando, no era demasiado infame como para desear comprar; pero jamás renunciaban a la muy honda convicción de que el Maestro era siempre demasiado excelso como para lograr vender. A menudo, Peter se decía que ellos estaban, sea como fuere, maravillosamente forjados para su destino: el Maestro tenía una vanidad, y su esposa una lealtad, cuyo mérito y encanto habrían sido disminuidos por el éxito, privándolas de inocencia. Cualquiera puede resultar hechicero si vive bajo un hechizo, y, cuando Peter miraba el mercenario mundo exterior, todavía más falto de equilibrio y armonía que el propio museo del Maestro, se preguntaba si alguna vez habría conocido a otra pareja tan por completo ajena a las infamias de lo corriente.
-¡Qué mala pata que Lance no esté aquí presente para regocijarse con nosotros! -suspiró aquella noche la señora Mallow durante la cena.
-Beberemos a la salud del ausente -repuso su marido, y llenó el vaso de su amigo y el suyo. Vertió una gota en el de su compañera y prosiguió-: De todos modos, esperemos que él alcance una felicidad menos parecida a la nuestra de esta noche (¡comprensible por otra parte, todo hay que admitirlo!) que a la serenidad (ésa que no depende de las circunstancias) de que nosotros siempre hemos podido disfrutar. ¡Esperemos que alcance -aclaró el Maestro, retrepándose en su sofá, bajo la grata luz de lámpara y junto al grato fuego de chimenea, alzando su vaso y paseando la mirada por su familia de mármol, monstruosa progenie más o menos presente en todas las habitaciones-, esperemos que alcance la felicidad que hay en la mera práctica hermosa de un arte!
Peter estudió su vino con aire un poco cohibido:
-¡Hum! Me importa poco el nombre con que califique usted la situación en que un artista permanece ignorado, mas es necesario que Lance sí aprenda a vender, creo yo. ¡Brindo por que él se haga con el secreto de la vil popularidad!
-Oh sí, éldebe vender -concedió con sorprendente sinceridad la madre del muchacho, la cual había tenido que ser aún más, no obstante, como esta declaración semejó patentizarlo, la esposa del Maestro.
-Oh -dictaminó confiadamente, tras una pausa, el escultor-, Lance venderá. No temas. Habrá aprendido.
-He ahí precisamente -comentó con malicia la señora Mallow- lo que exasperó a Peter (¿por qué diantres se mostró usted tan pérfido, Peter?) cuando Lance le habló sobre ello.
Cuando la dama de sus pensamientos lo miraba con afectuoso reproche -favor no infrecuente de su parte-, Peter nunca encontraba las palabras; pero el Maestro, que era la mismísima personificación de la donosura y el tacto, lo ayudó a salir de este trance como tantas veces lo había hecho:
-Es la manía de Peter, ya sabes, a propósito de la cual Peter y yo hemos diferido tantas veces: él sostiene la teoría de que el artista debe ser tan sólo impulso e instinto. Yo sostengo, evidentemente, que es necesario un poco de aprendizaje: no demasiado, pero sí en una proporción conveniente. Ahí tienes -terminó de explicarle a su esposa- por qué protestó pensando en los riesgos que, ya ves, podría correr Lance.
-Ah, claro -y a través de la mesa volvió a orientar la señora Mallow sus ojos violeta hacia el suscitador de aquella explicación-, él sólo podía tener, por supuesto, buenas intenciones; pero ello no quita que, si Lance hubiera seguido su consejo, él habría resultado, a la hora de la verdad, horriblemente cruel.
Ellos tenían una forma cordialmente bromista de hablar de Peter en su propia presencia como si éste fuese de arcilla o -a lo sumo- de yeso, e, invariablemente, el Maestro se mostraba magnánimo. Se habría dicho que ordenaba a Egidio que lo hiciese girar en su pedestal.
-Oh, pero el pobre Peter -dijo- no andaba tan equivocado al hablar de las cosas que quizá, al fin y al cabo, esté aprendiendo Lance.
-Huy, no creo que se trate de nada grave en lo referente a sus planes artísticos -insistió ella... todavía, al parecer del pobre Peter, pícara y traviesa.
-En efecto: se tratará tan sólo de las pequeñas triquiñuelas a la francesa -dijo el Maestro; ante lo cual su amigo tuvo que fingir reconocer, presionado por la señora Mallow, que había sido únicamente su recelo hacia esos vicios estéticos lo que había motivado sus inquietudes.
3
-Ahora ya sé -le dijo Lance al cabo de un año- por qué se opuso usted a mi proyecto. -De vuelta a su país, naturalmente por un corto plazo de tiempo, el joven se inclinaba a permanecer en Villa Carrara, donde había hecho ya, dos o tres veces tras su partida, breves reapariciones. Su presente estadía se anunciaba como un periodo de vacaciones más prolongado-. Me ha sobrevenido algo bastante terrible. No es tan bueno esto de saber la verdad.
-He de decir que efectivamente no tienes alegre el semblante -se vio Peter forzado a convenir bastante pesarosamente-. De todos modos, ¿estás segurísimo de que la sabes?
-Cuando menos, sé todo lo que puedo soportar. -Estas observaciones eran intercambiadas en la residencia de Peter, y el joven, fumando un pitillo, estaba junto a la chimenea con la espalda vuelta al fuego. Era cierto que la expansividad de su juventud parecía haberse apaciguado ya un poco.
El pobre Peter quedó impresionado:
-Caramba, ¿has comprendido realmente los motivos personales que yo tenía para no querer que fueras a París?
-¿Personales? -Lance reflexionó-. Me parece que, en lo atinente a motivos personales, sólo puede haber uno.
Permanecieron un momento sondeándose el uno al otro.
-¿Estás completamente seguro?
-¿Completamente seguro de ser un fracasado sin una sola pizca de talento? Completamente. Desde hace algún tiempo.
-¡Ah! -Y Peter se volvió de espaldas, se habría dicho que casi tranquilizado.
-Ese es el poco agradable descubrimiento que he hecho.
-Oh, “ése” no me preocupa -dijo Peter, tornando a encararlo a renglón seguido-. Quiero decir que, personalmente, me es igual.
-¡No obstante, reconocerá usted que a mí no me es igual!
-Vaya, ¿qué pretendes decir con eso? -preguntó Peter con escepticismo.
Y, ante esto, Lance hubo de explicar... cómo su aprendizaje en París sólo había servido para enseñarle implacablemente las dudosas características de su talento. Su aprendizaje lo había iluminado, de tal manera que una luz nueva refulgía en sus ojos; pero esta luz había tenido por efecto desvelarle demasiadas cosas:
-¿Sabe usted la causa de mi sufrimiento? Un exceso de inteligencia. En el fondo, París era el último lugar adonde habría debido ir. He aprendido a darme cuenta de mis insuficiencias.
El pobre Peter quedó conmovido: lo que Lance había recibido era un mazazo; pero, incluso tras la larga conversación durante la cual el joven anunció, sin ambages, la dura verdad que había aprendido a sus propias expensas, su amigo traslució menos satisfacción que la que en casos parecidos se manifiesta en un semblante connotador del suave comentario: “Ya te lo había advertido yo.” En esta ocasión el pobre Peter aludió tan poco a lo que ya le había advertido él, que, uno o dos días más tarde, Lance no pudo menos que retomar la cuestión:
-¿Qué era lo que (antes de mi partida) en realidad temía usted que yo descubriese?
Esto, empero, Peter rehusó contestárselo: le argumentó que si él solo no lo había adivinado ya, probablemente jamás lo adivinaría, y que en tal caso resultaba contraproducente, para ambos a dos, sin ningún género de dudas, formular el motivo de sus temores. Lance lo atalayó, al calor de esto, durante unos instantes, con la insolente curiosidad de la juventud... incluso con el aire de que estuviesen cruzándole el espíritu dos o tres hipótesis plausibles, alguna de las cuales debería ser certera. Sin embargo, Peter, dándose la vuelta otra vez, no le ofreció ninguna ayuda, y cuando se separaron, el joven realizó uno que otro aspaviento de irritación. Congruentemente, en su siguiente encuentro, Peter discernió a simple vista que, durante el intervalo, Lance lo había adivinado todo y que, para hablarle de ello, tan sólo estaba esperando a que se presentase la ocasión propicia. Se las compuso para facilitarle pronto otra entrevista, y su ahijado espetó sin rodeos:
-¿Sabe usted que su enigma me impedía dormir? Pero durante mis meditabundas vigilias me llegó la respuesta... y, a fe mía, me hizo estallar en carcajadas. ¿Supone usted que realmente me hacía falta ir a París para descubrir eso? -Al verlo, incluso en este instante, mantener su reserva con tan sublime heroísmo, el joven amigo de Peter no pudo menos que echarse a reír de nuevo-: ¿No dará usted ninguna señal de asentimiento antes de cerciorarse por completo? ¡Admirable viejo Peter! -Pero Lance finalmente se explayó-: Pues bien, diablos, se trata de la verdad sobre el Maestro.
Esto provocó por ambas partes, durante los siguientes momentos, un vívido pasaje, en que cada uno de ellos se asombró ante el asombro del otro.
-Pero, entonces, ¿desde cuándo sabías...?
-...¿el valor exacto de su obra? Lo supe -dijo Lance, haciendo un esfuerzo memorístico- desde que empecé a enterarme de la realidad de las cosas. Aunque reconozco que no lo vi con absoluta claridad hasta que estuve là-bas.
-¡Piedad, piedad! -se lamentó Peter con un terror retrospectivo.
-Pero ¿por quién me tomaba usted? Yo soy un inepto incurable: eso sí ha habido necesidad de que me lo metieran a la fuerza en la cabeza. ¡Pero, al menos, no soy tan inepto como el Maestro! -declaró Lance.
-Entonces, ¿por qué nunca me dejaste ver...?
-...¿que yo, a fin de cuentas -completó el joven-, no era tan idiota? Pues precisamente porque nunca me había imaginado que usted sabía. Pero le pido perdón. Sencillamente quería ahorrarle desconciertos. Y lo que ahora no se me alcanza es cómo diantres, en tal caso, ha conseguido usted mantener su boca cerrada durante tanto tiempo.
Peter le brindó la explicación, pero sólo después de cierta demoranza y con una gravedad no exenta de balbuceos:
-Fue por tu madre.
-¡Oh! -dijo Lance.
-Y ahora eso es lo primordial, ya que se ha descubierto el pastel. Te exijo una promesa. Me refiero -y Peter se explicó casi febrilmente- a un juramento por tu parte, un juramento solemne que debes hacerme aquí ahora mismo: el de sacrificar cualquier cosa antes que dejarla descubrir...
-...¿lo que yo descubrí? -Lance lo meditó-. Comprendo. -A las claras, tras un instante, ya había meditado muchísimo-: Pero ¿qué es lo que usted cree que podría yo verme en la coyuntura de sacrificar?
-Oh, siempre se posee algo susceptible de tener que ser sacrificado.
Lance lo miró intensamente:
-¿Quiere eso decir que usted ha tenido que...? -Sin embargo, la mirada que recibió en correspondencia eludió esta interrogante tan drásticamente que el joven se apresuró a abordar otra vertiente del asunto-: ¿Está usted verdaderamente seguro de que mi madre no sospecha nada?
Tras renovadas cavilaciones, Peter estuvo verdaderamente seguro:
-Si lo sabe, entonces es que es de todo punto extraordinaria.
-Pero ¿no somos todos aquí unos fenómenos?
-Sí -concedió Peter-; pero de modos diferentes. Lo que te exijo es de cabal importancia porque el restringido público de tu padre, como bien sabes -se extendió Peter-, se compone de... a ver, ¿de cuántas personas?
-En primer lugar -tuvo el hijo del Maestro la audacia de decir- de sí mismo. Y en último lugar, también. No sé de otra persona.
Peter tuvo un asomo de irritación:
-Y de tu madre, córcholis, siempre.
Lance lo reconsideró.
-¿Tiene usted absoluta certeza?
-Absoluta.
-Bien, pues con usted ya son tres.
-¡Oh, conmigo! -Y Peter, con un ademán de su vieja cabeza benévola, se minimizó modestamente-: El grupo es, de todos modos, tan exiguo que una disidencia, si llegare a producirse, se dejaría notar cruelmente. ¡Por consiguiente, en resumidas cuentas, esfuérzate, mi querido muchacho (eso lo es todo), en no escindirte tú del grupo!
-¿Tengo que perpetuar la farsa? -gimió Lance.
-Precisamente ha sido para ponerte en guardia contra los peligros de una defección por tu parte el motivo de que yo haya preparado esta ocasión.
-Y ¿en qué cree usted -preguntó el joven- que consisten concretamente esos peligros?
-Pues mira, desde el momento en que tu madre, capaz de tan apasionadas emociones, sospechase tu secreto... vaya -dijo Peter porfiadamente-, eso sería como encender un reguero de pólvora.
Pareció, por unos momentos, que Lance siguiera con su mirada el recorrido de la llama:
-¿Ella me repudiaría?
-Ella lo repudiaría a él
-Y ¿se sumaría a nuestro bando?
Antes de contestar, Peter apartó el semblante.
-Se sumaría a tu bando. -Pero con esto ya había dicho lo suficiente para describir -y, según esperaba manifiestamente, para evitar- la horrenda posibilidad.
4
Durante los seis meses siguientes, empero, sus temores se renovaron, con toda virulencia, más de una vez. Lance había regresado a París para intentarlo de nuevo; después de ello volvió al redil, y tuvo con su padre, por vez primera en su vida, una de esas escenas que hacen saltar chispas. Con mucha expresividad, el joven se la narró a Peter, respecto del cual -ello era algo sin precedentes- constituía una manifestación de reserva inusitada por parte del matrimonio de Villa Carrara el que en esta ocasión rehusaran, tratándose de una cuestión de orden íntimo, espontanearse -ya que no con júbilo, entonces con consternación- ante su excelente amigo. Acaso esto produjo, a efectos prácticos, entre las dos partes, una ligera frialdad y un cierto espaciamiento en sus amistosas relaciones... patentizados primordialmente por la circunstancia de que, para estar en condiciones de hablar a sus anchas con su viejo compañero de juegos, Lance debiera, normalmente, ir a visitarlo en su residencia. De esta guisa surgieron entre ellos las más estrechas, aunque desde luego no las más jocosas, relaciones mutuas que tuvieran jamás. El malestar del pobre Lance se debía a la tensión que primaba en su hogar, engendrada por el hecho de que su padre deseaba que llegase, como mínimo, al grado de triunfo a que había llegado él. Lance no había “renunciado” a París, no obstante tener la vívida sensación de que París había renunciado a él; estaba dispuesto a regresar allí por la fascinación que le producía ensayar, ver, sondear las profundidades: aprender la lección, en definitiva, aun cuando la lección consistiese simplemente en percatarse de la impotencia propia al desarrollarse el sentido crítico propio. En cambio, el Maestro, ensimismado en su mediocre fecundidad, ¿qué sabía acerca de la impotencia y qué sentido crítico digno de tal nombre había desarrollado en toda su vida de altivez? Enardecido e indignado, Lance recabó con franqueza el parecer de su padrino.
A Lance, por lo visto, su padre lo había reprendido con dureza, pues no podía perdonarle no tener, después de tanto tiempo, ninguna obra que enseñarle, y esperaba que, tras su próxima ausencia, ya hubiese subsanado tamaña omisión. Lo esencial según explicaba el Maestro con complacencia, consistía -para todo artista, aunque no fuese tan grande como él- en al menos “producir” obras. “¿Qué eres tú capaz de producir? ¡Es todo lo que te pido!” Desde luego que él había producido suficientemente, y no cabía duda de que tenía obras que enseñar. A Lance le aparecieron lágrimas en los ojos cuando le confesó a su viejo amigo cuán duro era el “sacrificio' que éste le exigía. No le era fácil mantener una farsa absurda -la de hijo admirador de su padre- después de haberse visto escarnecido por no desear ser una nulidad prolífica. Pero Peter, una vez al corriente de la situación, insistió en imponerle una noble hipocresía; y, durante cierto tiempo, su joven amigo, aun amargado y herido, se las industrió para seguir procurándole ese consuelo lealmente. Cincuenta libras esterlinas recompensaron, todo hay que decirlo, más de una vez, tanto en Londres como en París, la lealtad del joven amigo... no menos eficazmente, sin duda, ahora, por ser informado de que tal dinero no era sino un adelanto sobre un cuantioso legado cuyo último destino Peter había determinado secretamente desde hacía mucho tiempo. Mediante estas artes u otras, en todo caso, el justo furor de Lance pudo ser aplacado durante una temporada... aunque sólo durante una. Día llegó en que Lance le advirtió a su padrino que ya no podía resistirlo más, o, mejor dicho, que le era imposible contenerse. En Villa Carrara había tenido que aguantar otro sermón pronunciado con gran rimbombancia: imposición ésta más onerosa, a esas alturas, de lo que, sin la posibilidad de contraatacar o decirle al Maestro cuatro verdades, podía soportar un ser de carne y hueso.
-Y yo no me explico -observó Lance con cierta irritación por echar en falta los miramientos que, a fin de cuentas, pensándolo bien, le eran debidos a él mismo-, no me explico, a fe mía, cómo puede usted, al punto a que han llegado las cosas, seguirle el juego.
-Oh, para seguirle el juego me es preciso tan sólo retener la lengua -dijo Peter con calma-. Y además tengo mis motivos.
-¿Siempre mi madre?
Peter evidenció su turbación como solía hacerlo; vale decir, apartó el semblante bruscamente.
-¿Qué quieres que le haga? Jamás he dejado de sentir cariño hacia ella.
-Es hermosa, y es un cielo de mujer, no cabe duda -concedió Lance-; pero, en definitiva, ¿qué es lo que representa ella para usted, y qué interés tiene usted en lo que ella haga o deshaga?
Peter, que se había arrebolado, hizo una breve tregua. Después contestó:
-Bueno, es por las reacciones que sus reacciones me producirían a mí.
Ahora hubo, empero, en su joven amigo, una insistencia extraña, intencional:
-En definitiva, ¿qué es lo que representa usted para ella?
-Huy, nada. Pero eso no hace al caso.
-Ella sólo ama a mi padre -dijo Lance el parisiense.
-Naturalmente, y he ahí precisamente mis motivos.
-¿Por qué desea usted evitárselo?
-Porque ella lo ama tan apasionadamente.
Lance dio una vuelta por la habitación, aunque con la mirada siempre clavada en su anfitrión, y dijo:
-¡Ha debido usted sentir hacia ella un tremendo... cariño!
-Tremendo. Siempre -dijo Peter Brench.
Por un momento el joven prosiguió meditando; después tornó a colocarse delante de Peter:
-¿Sabe usted hasta qué punto ella lo ama a él? -Ante esto se cruzaron los ojos de ambos, mas Peter, como si su mirada entreviese algo nuevo en la de Lance, pareció vacilar, por vez primera en muchísimo tiempo, en decir que lo sabía todo-. Yo lo he sabido hace nada -dijo Lance-. Ayer por la noche, ella se presentó en mi habitación después de haber estado presente, silenciosa, con los ojos fijos en mí, en la escena que con él hube de arrostrar; se presentó... y estuvimos hablando juntos a lo largo de una insólita hora.
Lance hizo aún una pausa, y de nuevo se sondearon el uno al otro durante unos instantes. Entonces, una luz súbita, que lo hizo palidecer, iluminó a Peter:
-¿Ella lo sabe?
-Ella lo sabe. Me lo confesó todo... para pedirme a mí tan sólo eso, como dijo ella: eso de lo cual ella ha sido capaz. Ella siempre, siempre lo ha sabido -dijo Lance, sin piedad.
Peter quedó mudo un largo rato, durante el cual su ahijado habría podido escuchar su silencioso gemido profundo y, si le hubiese puesto encima una mano, habría podido advertir en él la vibración de una prolongada exclamación reprimida. Para cuando Peter habló, por último, ya había apurado su cáliz:
-En tal caso, me doy cuenta de con cuánta pasion...
-¿Verdad que es prodigioso? -dijo Lance.
-Prodigioso -musitó Peter.
-¡Conque si todo su esfuerzo por alejarme de París no tenía otro fin que el de preservar mi ignorancia...! -exclamó Lance con un gesto que simbolizó elocuentemente el fracaso de aquella tentativa.
Habría podido ser dicho fracaso lo que Peter pareció contemplar detenidamente por unos momentos.
-¡Creo que sobre todo (sin que fuese yo consciente de ello en su momento) tenía el fin de preservar mi ignorancia! -repuso finalmente éste, apartando el semblante.

Henry James